Jesús Ruiz Mota

Hace poco más de un año escribía justo aquí sobre la experiencia de haber llegado al último examen de la oposición en mi primera convocatoria. A pesar de todo el esfuerzo de ese primer año, era y soy consciente de que tuve la pizca de suerte que se necesita en esto, ya que en la oposición influyen cientos de factores que uno no puede controlar. Como ya conté, me quedé en la orilla «habiendo hecho un ejercicio muy decente y teniendo muy buenas aptitudes», según me transmitió la presidenta de mi tribunal aquel día.

En efecto, tras la caída toca levantarse, esto no para. Caes en mayo y en octubre ya hay una nueva convocatoria, una nueva oportunidad. Después de unas merecidas vacaciones te toca planificar con la preparadora la vuelta al escritorio y sin darte cuenta ya estás de nuevo haciendo el primer ejercicio y sacando una muy buena nota que refleja que vas por buen camino, que el esfuerzo puede dar sus frutos y que si el año pasado no pudo ser por poco, este año tocaría mejorar sí o sí y, ¿quién sabe si…?

Te plantas en febrero ante el Tribunal Supremo, ya con un ambiente enrarecido que apunta a que están pasando cosas ahí fuera y con algo más de vértigo que el año pasado. Mismo ritual que en la anterior convocatoria, durmiendo en casa de un amigo —un hermano en realidad— y con la presión de que si el año pasado llegaste al último, este año no puedes caer antes. Y precisamente esto es complicado de gestionar porque como señalé al principio, son muchísimos los factores en juego. Nadie te asegura que el hecho de haber llegado al último ejercicio signifique que vas a pasar siquiera el tipo test. Sin embargo y a pesar de salir con un absoluto desconcierto de mi examen, me comunican que he sacado un 39. «¿¡39!?», es lo único que sale de mí. Me quedé perplejo cuando me aclararon que era un 39,16 y certifiqué entonces que estaba haciendo las cosas correctamente, iba por el camino acertado.

Los meses de marzo a junio fueron muy duros. La concentración viene y va conforme se emiten los telediarios, la habitación se cae encima al tener que estar encerrado incluso el día libre, las clases no presenciales pierden la esencia de la inmediatez y saben a poco, y no sabes qué demonios está pasando en el mundo. Con todo y con eso sacas los temas adelante y tratas de mentalizarte para que la situación afecte lo menos posible a tu plan de estudio. Y finalmente, llega el día en que tienes de nuevo el último asalto ante tu tribunal.

15 de octubre de 2020, fecha que me acompañará toda la vida. Terminé mi examen y llamé tanto a mi preparadora como a mi madre para decirles que creía que no iba a aprobar. Tenía unas dudas terribles, probablemente consecuencia del vértigo que se siente allí. La eternidad debe ser algo similar al rato que esperaba mientras mi compañero hacía su examen. Yo sólo podía pedirle a mi padre —que desde hace nueve años es mi ángel de la guarda— que me diese el empujón necesario para lograr este sueño. Y finalmente así fue. Me recibió el tribunal expresándome que había hecho un muy buen ejercicio, que había sacado un 40. Todavía puedo sentir ese indescriptible escalofrío que durante unos cinco segundos me recorrió el cuerpo, como avisándome de todo lo que tiene que venir a partir de ahora. Bendito escalofrío…

Y por último, me gustaría hacer una mención para esa persona que se ha llevado mi misma alegría multiplicada por mil. Esa persona que durante estos tres años y dos días ha adaptado completamente su horario y sus hábitos a los míos. Esa persona que literalmente vive por y para sus hijos. Porque ya me gustaría a mí en algún momento de mi vida ser la mitad de grande que es mi madre.

Jesús Ruiz Mota.

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