Delgado encontrará resistencia en la Fiscalía, no por cainismo sino por dignidad profesional.

Natalia Velilla Antolín.

El anuncio de la designación de Dolores Delgado como fiscal general del Estado ha llenado de sorpresa y estupefacción a jueces, fiscales y juristas, pero también a los ciudadanos que el lunes se desayunaron con el colofón de esta propuesta del presidente del Gobierno a la escalada de nombramientos anunciados durante el pasado fin de semana. Era un clamor que la exministra de Justicia estaba amortizada. Sin entrar en polémicas acerca de viejas declaraciones de la señora Delgado obtenidas a través de escuchas ilegales por quien ahora se encuentra a la espera de ser enjuiciado por una ristra de delitos, su gestión al mando de la cartera de Justicia en la pasada legislatura ha estado plagada de encuentros y desencuentros con la Judicatura, la Fiscalía e incluso la Abogacía del Estado. Es cierto que los tiempos que le han tocado vivir no han sido los más fáciles, pero precisamente por eso se esperaba de ella -una fiscal de carrera- que supiera estar a la altura de las circunstancias con técnica jurídica, legalidad y lealtad institucional.

Como ministra, Delgado demostró durante su mandato que la separación de poderes no es lo que el legislador constituyente previó ni lo que una sociedad democrática demanda. Llamadas a su homólogo italiano interesándose por el estado de los hijos de Juana Rivas como si las resoluciones judiciales españolas e italianas no fueran de fiar, posturas tibias en la defensa del magistrado Llarena cuando se interpuso una querella contra él por unas declaraciones que supuestamente afectaban a su imparcialidad emitidas en una conferencia y denegándole inicialmente la defensa por la Abogacía del Estado o los virajes inesperados en la postura de este mismo órgano en el juicio del procés son algunos de los ejemplos de lo que ha supuesto el Ministerio de Justicia a nivel institucional en la pasada legislatura.

Las carreras judicial y fiscal no le perdonan a la señora Delgado que, unos días antes de ser nombrada ministra, hubiera secundado una huelga conjunta de ambas pidiendo más independencia del Poder Judicial respecto a los otros dos poderes del Estado -en todas las hemerotecas puede verse la fotografía de la puerta del Consejo Fiscal con Dolores Delgado manifestándose con sus compañeros- y, sin embargo, olvidara de golpe todo aquello una vez entró en el Gobierno de Pedro Sánchez tras la moción de censura.

Traición

Entre nuestras reivindicaciones estaban la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para que los jueces pudiéramos elegir a 12 de los 20 vocales del Consejo General del Poder Judicial, la derogación de la limitación de los plazos de instrucción o el refuerzo de la independencia del Ministerio Fiscal. No sólo no fueron impulsadas por la ministra, sino que algunas fueron denegadas por ella. No hizo falta que cantara el gallo ni una sola vez para que Delgado nos traicionase.

Ahora nos encontramos con su nombramiento como fiscal general del Estado en un insólito movimiento desde la primera línea del Ejecutivo para dirigir una de las instituciones estratégicas del Estado. Aunque es cierto que no es la primera vez que se produce un traspaso desde el Gobierno a la Fiscalía -Javier Moscoso fue nombrado por Felipe González para el mismo puesto en 1986 después de haber ocupado la cartera de Presidencia-, la existencia de un caso anterior no convierte en aceptable esta práctica irregular y gravemente disfuncional. Y no es una cartera cualquiera, sino la de Justicia, cuyas funciones están estrechamente relacionadas con los procesos seguidos ante los distintos juzgados y tribunales. Hablamos de un periodo de la historia judicial de España sin precedentes, con numerosas causas abiertas por corrupción y con procedimientos en curso contra líderes independentistas catalanes. Hablamos del escenario de un pacto de gobierno en el que la abstención de partidos independentistas ha sido imprescindible para obtener la mayoría parlamentaria para investir al actual presidente.

«La Fiscalía de quién depende»

Hace unas semanas, el presidente del Gobierno se preguntaba retóricamente durante una entrevista «¿la Fiscalía de quién depende?», para acto seguido contestarse a sí mismo autoseñalándose, un gesto que desató la indignación de los fiscales por este grave mazazo a su imagen de imparcialidad, ya de por sí maltrecha. Y no es para menos. El presidente, sin pudor, estaba haciendo una relevante declaración de intenciones con una mueca: la Fiscalía debe ser dependiente del Gobierno, ayudar a la gobernabilidad y, sobre todo, no importunar. Estaba anunciando que no quería una fiscal general del Estado como la díscola María José Segarra, a quien se le ocurrió actuar imparcialmente en defensa de la legalidad, manteniendo posturas jurídicas que en nada favorecían las negociaciones entre el partido en el Gobierno y los partidos independentistas.

Legalidad e imparcialidad

Si el presidente no cree que la Fiscalía -tal como dice el artículo 124.2 de nuestra Constitución- «ejerce sus funciones por medio de órganos propios conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad», ¿cómo van a creerlo los ciudadanos? Por tanto, y con estos antecedentes, desde mi particular punto de vista el nombramiento de Dolores Delgado no puede ser una buena noticia. No dudo de que sea una buena profesional y que haya sido una fiscal con una trayectoria que la haga merecedora del reconocimiento como gran jurista al servicio de los ciudadanos. Pero años de prestigio pueden acabarse de un plumazo aceptando el cargo de fiscal general del Estado de manos de quien confunde ese órgano con la Abogacía del Estado, que sí es parcial, dependiente del Gobierno y dirigida por el Ministerio de Justicia, aunque sometida a la Constitución y a la ley.

Su condición de fiscal general solo puede degradar su valía, convirtiéndose -en contra de la voluntad de una importante mayoría de ciudadanos- en mano ejecutora de un Gobierno que no oculta su interés en someter al Poder Judicial a sus designios políticos. Una ministra reprobada por el Parlamento hasta en tres ocasiones al frente de una Fiscalía en la que, además, encontrará oposición y resistencia. Y no por cainismo, sino por dignidad profesional.

***Natalia Velilla es Magistrada y miembro del Comité nacional de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria

Fuente: expansion.com