Discurso de clausura de las Jornadas «La Constitución en su 40º aniversario», por José Manuel Ruiz Fernández

Excmos e Ilmos. Sres.

Queridos compañeros

Sras. Y Sres:

El Comité Territorial de Madrid de la AJFV me ha dispensado el alto honor de cerrar estas Jornadas de Homenaje a la Constitución que ha organizado en colaboración con el Congreso de los Diputados y con el Senado, para conmemorar el 40º aniversario de nuestra Carta Magna. Honor por el lugar en el que nos encontramos, el Senado de España. Honor también por la extraordinaria altura de los ponentes con los que comparto la mesa.

No puede haber otra razón para que mis compañeros, mis iguales, me hayan otorgado este privilegio que el mero hecho de responder casi perfectamente al prototipo de juez, al magistrado “standard”, representativo de lo que es un juez español “de a pie” hoy en día, salvo en lo que se refiere a mi género. Efectivamente, un 53% de la Cerrera Judicial está ya compuesto por mujeres y ello es una muestra más, no poco importante, del profundísimo cambio social que se ha producido en España desde la Constitución de 1978. Salvo este “defecto” de ser varón, en todo lo demás creo responder a ese tipo medio: juez de instancia, nacido en los años sesenta, juez desde hace entre 20 y 35 años. Esto y no otra cosa han debido considerar para que sea un juez “corriente”, representativo en la mayor medida posible del sentir de los miembros de la Carrera Judicial, quien se encargue de la tarea de clausurar estas Jornadas, rindiendo homenaje a la Norma Fundamental que nos rige.

Pertenezco a una generación de ciudadanos españoles, de jueces en particular, cuya conexión con la Constitución de 1978 va más allá de lo puramente político, jurídico o profesional. Tenemos un vínculo emocional, sentimental, con ella. Nuestros ojos de adolescentes, o de jóvenes de aquellos tiempos fueron testigos de unos acontecimientos históricos para nuestra Nación. Es verdad, sí, que fue la generación anterior a la nuestra la verdadera protagonista de la época que la alumbró, de la Transición. Pero nosotros fuimos espectadores de barrera, en primera fila, de ese espectacular proceso de cambio de un país entero. Prácticamente cada día traía una emoción, una noticia, una inquietud. Todo era trascendente, todo era nuevo, todo era arriesgado, todo era esperanzador. Y más tarde, ya aprobada, crecimos y nos formamos en los valores constitucionales. Fuimos la primera remesa de estudiantes españoles cuyos estudios, los de Derecho en concreto, se cimentaron en esos valores y se centraron en las nuevas leyes nacidas de la Carta Magna. Toda nuestra andadura profesional, en fin, ha transitado por la senda que marcó la Constitución de 1978. No tenemos otros recuerdos, ni hemos participado de otros principios. Como jueces, nos tocó la hermosa tarea de conformar el nuevo ordenamiento jurídico a su luz, de construir el nuevo Estado Democrático y Social de Derecho, el Estado de libertades, desde el Poder Judicial. Día a día durante años, hemos contribuido con nuestros autos y sentencias a hacer de España un espacio de libertad, de convivencia, de justicia y de pluralidad, absolutamente entregados y convencidos de la bondad de la causa.

La Constitución de 1978 es parte de nuestra andadura vital o, por mejor decirlo, nosotros formamos parte de la realidad que la Constitución ha conformado, al punto de que sin ella no seríamos como somos, ni viviríamos como hemos vivido.

Llegados a su cuadragésimo aniversario, sin embargo, no son pocas las voces que hoy demandan su “profunda” modificación, que sostienen el “agotamiento” del régimen nacido de la Constitución de 1978 y que cuestionan, incluso, la legitimidad de dicho régimen y hasta el espíritu que animó su proceso de elaboración y aprobación.

Tendréis que disculpar que, en mi modestia y en mi limitado conocimiento, el propio de un juez de a pie que ha vivido todo el proceso que antes he referido, muestre mi más profunda perplejidad y mi rebeldía intelectual ante esas opiniones; y que mi afección a los valores constitucionales, de la que antes os he hablado, me exija hacer una defensa explícita de los mismos, que creo compartimos la inmensa mayoría de los presentes.

La Constitución de 1978 se cimenta en el reconocimiento y en la defensa de un extenso catálogo de derechos y libertades, básico en la configuración del Estado democrático. Derechos basados en la dignidad intrínseca del ser humano, que se han convertido en el eje definitorio de nuestro ordenamiento jurídico, orientando a los poderes públicos hacia su defensa y su fomento. ¿Qué es lo que requiere cambio en esta apartado esencial? La vida y la integridad personal, la libertad y la igualdad real, los derechos personales, familiares, cívicos, sociales y políticos, que son el mejor y más destacado logro de la Constitución española, ¿requieren de algún otro cambio que no sea el de reforzar su reconocimiento y su defensa? En el ámbito judicial más concreto que nos atañe, ¿admiten alguna excepción? La protección reforzada que les dispensa la Constitución pretende, precisamente, preservarlos de cualquier tentación de rebajarlos o diluirlos. Los derechos constitucionales a la presunción de inocencia, a la tutela judicial efectiva, o a un proceso con todas las garantías no pueden verse afectados por ninguna consideración de orden público, de utilidad, de procedencia, de opinión o de género, por muy justificadas que éstas quieran presentarse, so pena de iniciar un espectacular avance hacia el más inquietante retroceso de esas libertades.

La Constitución de 1978 implantó un Estado Social y no podemos perder de vista esta dimensión esencial. España no se constituyó en un “Estado liberal de Derecho”. Los principios rectores de la política social y económica son esenciales en el Estado social y prestacional y constituyen un logro inapreciable del régimen del 78. La familia, la protección al desempleo, una jubilación digna, la salud y el medio ambiente, la cultura, el progreso científico, la vivienda digna, los consumidores, la protección a los más débiles y desfavorecidos, menores, ancianos, discapacitados y jóvenes son, deben ser, ejes de la actuación de los poderes públicos. ¿Qué debe cambiarse de todo ello? ¿En qué yerra la Constitución cuando impulsa la actuación de todos los poderes públicos hacia esos objetivos? Si nos hemos quedado cortos en su consecución; si no hemos sido capaces de hacer reales y efectivos esos principios; si no hemos tutelado suficientemente a las personas en situación de exclusión, o a quienes han sufrido y sufren abusos, discriminación o carencias, ¿es una falla de nuestra Constitución o somos nosotros, las instituciones, los poderes públicos y la propia ciudadanía, quienes no hemos sabido estar a la altura de los ideales y objetivos que nos marcamos en nuestra Carta fundacional?

La Constitución organiza el Estado, sus poderes y sus instituciones; y los somete a sus reglas y al servicio de los derechos y libertades de los ciudadanos. Por mencionar algunas de esas instituciones, quizás las que más suenan en los cánticos de reforma, convendría recordar que la monarquía parlamentaria es la forma de Estado que se han dado a sí mismos algunos de los países más prósperos y avanzados del planeta. Convendría valorar cuánto se ha echado de menos en la historia contemporánea española el papel esencial que la Constitución asigna a los partidos políticos y sindicatos, como expresión del pluralismo y la defensa de los derechos de los trabajadores. Convendría no olvidar que la Constitución garantiza la separación de poderes y la independencia del Poder Judicial y de los jueces y magistrados que lo integran.

Si los comportamientos de quienes encarnan las magistraturas del Estado, de quienes representan a la soberanía popular, o de aquéllos a quienes nos incumbe la sagrada función de administrar justicia se alejan de la función ejemplarizante que les corresponde, causando grave escándalo a la ciudadanía; si los partidos políticos y los sindicatos se transforman en estructuras opacas, jerarquizadas, autorreferenciales y guiadas por groseros intereses cerrados a sus propios componentes, causando grave escándalo a la ciudadanía; si las leyes no garantizan debidamente la independencia del Poder Judicial y nuestras instituciones desoyen las reiteradas llamadas de los organismos internacionales a revertir esta situación, causando grave escándalo a la ciudadanía. Si quienes estábamos llamados a defender a los más débiles, a proteger a los más desvalidos, con nuestras conductas les hemos dado un gravísimo escándalo, ¿tiene de algo de ello culpa la Constitución de 1978 y el sistema político que diseñó, o somos nosotros quienes no estamos, no hemos sabido o querido estar a la altura de los valores y los principios que nos dimos en ella? ¿Cambiará algo reformar o sustituir por otra la Constitución de 1978, si nosotros no sacamos lecciones de lo sucedido? Permitidme que exprese mi más profundo escepticismo al respecto, pues de todos es sabido que el problema de la sal que se vuelve sosa no lo arregla el cambiarla de salero.

La Constitución de 1978, no podemos olvidarlo en el histórico marco en que nos encontramos, ha consagrado el reconocimiento efectivo de las nacionalidades y regiones dentro de la Nación española, ha proclamado y garantizado los derechos históricos, la lengua y la cultura de sus pueblos y les ha dotado de un sistema de organización política propio, plenamente descentralizado y dotado de autonomía política. Ha reconocido, en suma, la profunda pluralidad cultural y política, la diversidad que está en la raíz de España y de lo hispánico. Paradójicamente, sin embargo, de un tiempo a esta parte se alzan voces en distintos territorios de España que la acusan de ser la que constriñe, limita y cercena esos derechos; y que rechazan esa misma Constitución que, precisamente, constituye el origen y la garantía de su reconocimiento.

Esta última realidad no nos debe pasar inadvertida. Nadie discute que el texto constitucional sea intocable, ni legítimas las opciones políticas que propugnen su modificación, siempre dentro de la legalidad. Lo son incluso aunque parezcan ofrecer un salto al vacio, o un viaje a ninguna parte. Pero sólo desde el interés sectario o desde la estulticia puede negarse que la Constitución ha implantado un régimen democrático y de libertades desconocido en nuestra historia y ha producido la descentralización real del poder. Bajo el régimen constitucional, España se ha reinsertado en Europa y ha ocupado el lugar que le corresponde en Occidente y en el mundo, como un Estado responsable, solidario y respetado, convirtiéndose en una de las más consolidadas democracias del mundo. Desde 1978, España se ha modernizado, ha alcanzado un alto nivel de prosperidad y ha creado una verdadera sociedad del bienestar.

Decía Chesterton, en una de sus tantas afortunadas imágenes literarias, que ante el espectáculo atroz de un ser humano despellejando vivo a un gato, cabe plantearse todo tipo de reflexiones, que van desde la afirmación de la existencia de Dios hasta su negación más rotunda; pero lo que no cabe es negar al gato. Negar los logros de la Constitución de 1978 es sencillamente, negar al gato.

Generaciones enteras de españoles de los dos últimos siglos padecieron las consecuencias del atraso, el enfrentamiento político, la pobreza y el sectarismo. Muchos lucharon por el ideal de una España mejor, desde ideas muy distintas, enemigas a veces, que desembocaron en demasiadas ocasiones en enfrentamiento y muerte. En el último tramo del siglo pasado, asistimos a un fenómeno insólito en un país que ha vivido cuatro guerras civiles en ciento cincuenta años. No sólo los hijos de los combatientes en la última gran tragedia nacional, sino los propios combatientes que habían estado en trincheras opuestas se sentaron, se dieron la mano, hablaron, se comprendieron y pactaron. Nosotros fuimos testigos de ello. En un ejercicio de grandeza moral con pocos precedentes en la Historia, los españoles decidimos aparcar el resentimiento y dar paso a la concordia. Nosotros estuvimos allí y damos fe de ello.

Nuestro compromiso moral con la Constitución, como ciudadanos; y nuestra ineludible obligación de hacerla cumplir, como jueces, deriva de ese pacto fundacional del que fuimos testigos. No podemos, ni debemos dejar huérfana a la Constitución española del respaldo intelectual que ponga en valor sus virtudes y su eficacia histórica como marco de convivencia que ha dado paso a la mejor y más fructífera etapa de concordia y progreso en la historia contemporánea. Sería imperdonable que, por pura desidia o por un incalificable complejo histórico de inferioridad, perdiera la batalla de la propaganda a la que la someten sus detractores, muchos de los cuales no vivieron aquella realidad o pretenden mutarla en otra que dista mucho de los ideales que abrieron este período de convivencia.

Es esencial hacer pedagogía de los valores constitucionales entre los más jóvenes de los españoles, principales destinatarios de la propaganda deslegitimadora. No hay mayor peligro que dar la democracia por hecha.  Los jóvenes españoles deben apreciar la singularidad en el mundo del Estado de libertades y de bienestar en el que han nacido y ser conscientes de los esfuerzos históricos que exigió su alumbramiento. Debemos comprometerles en el proceso de construcción de una sociedad como la que quiere la Constitución, de manera que no la vean como algo ajeno a ellos, propio de otra generación. Cuando vemos a diario que millones de personas en el mundo sueñan con vivir en Europa, en España en particular; que se juegan la vida para escapar de lugares cuyos gobernantes niegan a sus pueblos las mismas condiciones de libertad y prosperidad que garantiza nuestra Constitución; que buscan como una tierra prometida nuestro Estado de Derecho y la protección de la democracia y la dignidad humana, comprendemos con facilidad que existe un inmenso campo en el que la siguiente generación de españoles puede y debe sentirse comprometida con los valores de la Constitución de 1978 y ser capaces de defenderlos y compartirlos con los ciudadanos de acogida.

No es, no debe ser tan difícil. Con facilidad ganaremos la batalla de “adoctrinar”, sí, adoctrinar a nuestra juventud en los valores de la libertad, la igualdad, la solidaridad, el respeto y la concordia. Basta abrir un ejemplar de la Constitución y leerlo o darlo a leer. En la formación de cada o niño o niña, en todos los pueblos de España, debería haber algún momento en que tengan que hacer lectura de un par de fragmentos de la Constitución española y me atrevo a sugerir cuáles: el preámbulo y el artículo 10.1. No me cabe duda de que sus espíritus infantiles o juveniles quedarán para siempre hondamente marcados por el recuerdo de unas palabras que destilan la esencia de un proceso histórico que vino para cerrar tantas heridas del pasado, para iluminar las sombras más oscuras de nuestra Historia y cuya lectura es el mejor homenaje que podemos hacer a nuestra Constitución en su cuadragésimo cumpleaños. Yo os invito a escucharlas una vez más y a percibir en ellas todo aquello de lo mejor y más noble que España, que los españoles, tras siglos de aventura en común, hemos sido capaces de construir como colectivo, en ese artículo 10 que dice así:

“La dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad, el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social”.

Queridos compañeros, queridos amigos, decidme si estas palabras no justifican por sí solas que digamos una vez más, felicitándonos por cuatro décadas de libertad y concordia, “Viva la Constitución española de 1978. Viva la Constitución”.

***José Manuel Ruiz Fernández, magistrado y miembro de AJFV Madrid.