“¡Maricón!” Es el grito que se te queda en la cabeza. Es como una resaca de esas terribles que tienes después de cuatro cervezas, tres vinos, y cuatro gin-tonics. La diferencia es que, en vez de durarte una semana, te dura toda la vida. Al menos hasta ahora. Y ya voy por 32 años.
Cuando tienes 6 años y empiezas a escuchar esos insultos (hay una amplia gama) no entiendes a qué se refieren. Es muy confuso. Si eres el gordo de la clase y te llaman “gordo”, sabes a qué se refieren. Pero si te llaman marica, no lo sabes. Porque a esa edad no te gustan ni los niños ni las niñas, no tienes sexualidad. Así que tú mismo, a solas, avergonzado, llegas a la conclusión de que es porque juegas siempre con chicas en vez de con chicos, con muñecas en vez de con GI-JOEs, te gusta el baile y no el fútbol, y sueñas con ser pintor en vez de con ser futbolista. Pero tú piensas, ¿qué tiene eso de malo? ¿qué tengo YO de malo? ¿qué más le da a la gente con quién o con qué juegue? Todavía recuerdo que, una vez, con 7 u 8 años, jugando a la comba, la profesora que cuidaba el patio me preguntó “¿por qué no juegas con los demás niños al fútbol?” Y yo, para mis adentros -ya tenía yo madera de juez, de que no me mande nadie- pensé “esta profesora manda en clase, pero en el patio juego con quien me da la gana, sólo faltaba. Además, voy ganando”.
Cuando mis hermanas mayores hablaron con mi tutora sobre el tema (lo veían en el patio, a mis padres nunca se lo conté por vergüenza), ésta les contestó que no era su problema, y que eran cosas de niños. Pero no lo son, y vaya que no lo son. Lo peor es que, allá donde iba, el mismo tipo de insulto se repetía. Estaba claro que había algo malo en mí, algo no aceptable por la sociedad, algo de lo que debía desprenderme, ya que sería un obstáculo para mi vida personal y profesional. Las personas que no han pasado por esto no saben la inseguridad que se instala en ti. El miedo a un movimiento de mano de más, a exteriorizar tus gustos musicales, a tener voz de pito. Empiezas a pensar en cada cosa que haces “¿será esto de homosexual?”. Esa inseguridad impide que te desarrolles como persona, que seas tú mismo. Quieres ser una persona que no eres. Y ves que los adultos, ante los insultos, nada hacen. Es evidente por qué: es de ellos de quien han aprendido los prejuicios y los insultos los compañeros del colegio que se meten contigo, ¿por qué iban a defenderte?
Cuando llegas a la edad adulta, de repente conoces a otros hombres que son iguales que tú. Con los que puedes hablar sin complejos de todo, de cómo te sientes, de lo que piensas. Por fin, puedes ser tú. O no. No tan deprisa, querido. Que resulta que entre los gays también hay (mucho) machismo. Ahí vamos.
Resulta que puedes ser gay sin problema (España reconoce el matrimonio homosexual y estamos entre los países con más aceptación de la homosexualidad del mundo, quién lo iba a decir hace no tanto), pero procura que no se te note. El rol del hombre masculino de acuerdo a los parámetros tradicionales está muy arraigado también en la comunidad homosexual, donde está mejor visto ser “el hombre de la relación” que “la mujer”. El amaneramiento y las formas más femeninas se ven fuertemente criticadas en los entornos homosexuales. Ser masculino es una virtud, ser más femenino un defecto más, un punto menos para gustar. Frases como “busco un tío masculino y discreto” y “acepto la pluma, pero no me gusta” son frecuentes hasta el empacho. Los gays que se vieron reprimidos por serlo, reprimen ahora a los que lo parecen más que ellos. El reparto de papeles y lo que se espera de un género y otro se repite en las parejas homosexuales. La feminidad, como ocurre entre los heterosexuales, está degradada y mal vista. Todo lo relativo a la mujer es peor, es desdeñable, es prescindible. Es machismo aprendido y aplicado por quienes son víctimas directas del heteropatriarcado.
Por eso, en la educación está la clave. Si nos comportamos de este modo, es porque así lo hemos visto en nuestros familiares, profesores, y en los medios de comunicación. Nos dicen que tenemos que aceptarnos como somos, pero es muy complicado cuando en la práctica te critican por comportamientos que a nadie deberían importarle. Es imprescindible una labor educativa en la que estén implicados también los poderes públicos, en la que se eduque, de verdad, en la diversidad sexual y en la igualdad efectiva entre hombres y mujeres. Muchos dirán que una educación así es adoctrinamiento, es ideología (en el peor sentido del término), pero no lo es. Igual que hoy en día nadie pone en duda que se debe enseñar que todos los ciudadanos tenemos el mismo derecho de voto, independientemente de ser hombre o mujer (si bien hace unas décadas muchos los calificaron como “ideología”), lo mismo debería ocurrir con la igualdad real de sexos, y la libertad de identidad y orientación sexual. Si educar en este sentido es calificado de “ideológico” es porque, sencillamente, muchos piensan que es opinable, y, por lo tanto, mantienen que no todas las opciones son igualmente aceptables.
Sólo cuando la sociedad consensue que forma parte del acervo de principios sociales incuestionables que se debe vivir conforme a lo que realmente es uno, de acuerdo a la personalidad más íntima, tanto exterior como interior, sin que ello te coloque en una situación de inferioridad respecto de los demás ciudadanos, habremos dado el paso definitivo. Pero mientras haya sectores sociales y políticos que, en cuanto tienen la oportunidad, lo pongan en duda, podremos decir que hemos avanzado, pero ese avance será tan frágil que una involución en derechos se asuma con tranquilidad como parte del juego democrático.
***Carlos Viader es miembro del Comité Nacional de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria.
Descargar artículo (pdf) IGUALDAD – Roles de género y machismo en la comunidad
Artículo publicado en la Revista IGUALDAD – Febrero 2019
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